jueves, 23 de febrero de 2017

Citadino

Aperion Romero
23 de febrero de 2017
Hoy tuve un pequeño detalle con una alumna que me hizo hacer un poco de historia sin querer. Le pedí que pasara al pizarrón a hacer una actividad que en realidad no era difícil, se trataba de pegar en el pizarrón un trozo de papel donde ella creyera que correspondía, en el pizarrón había dibujado un esquema y la idea era completarlo. La chica se negó, yo insistí, ella argumentó que no entendía, insistí de nuevo explicándole y haciéndole ver que no era algo difícil, “es que soy de rancho” respondió causando la carcajada en los compañeros. En el salón había personas que van a la escuela desde comunidades rurales. Tuve que detener el brote de risa y expliqué: de dónde eres no tiene nada que ver con la actividad y por favor, no hagas comentarios que puedan ofender a otros.
 Me sentí con una especie de malestar en el estómago. Y es que aquí yo he defendido que la gente tiene derecho a utilizar el sentido del humor, lo cual implica ridiculizar al otro. El ser humano puede ofender a los demás pero el sentido del humor también es una herramienta de crítica, provoca que al hacer notar al otro su postura absurda se pueda ver con más claridad cuál es la otra propuesta y por qué es más conveniente.
Me sentí hipócrita, falso, tanto como un tacvbo decidiendo no cantar una rola evidentemente satírica (¿o qué? ¿De verdad estaban promoviendo que alguien matara a una ingrata?) por lo “políticamente correcto”, que como su nombre lo indica es político y, según el concepto común, falso.
Pero en realidad lo que me molesta es la actitud de superioridad que se le atribuye a lo citadino, o mejor dicho a lo ciudadano, haciendo creer que lo que corresponde a la ciudad es preeminentemente superior a lo rural, lo cual me parece totalmente falso.
Creo que esa idea viene de que, en efecto, en los burgos se vivía con mayor comodidad, es algo relacionado con la evolución de las ciudades a partir de la actividad económica, como buen seguidor del materialismo histórico, creo que ese factor es el determinante en el devenir histórico.
Recordé cómo se describía en “Q” la relación que se establecía entre las ciudades, llenas de talleres y comercios, y las comunidades rurales cuya actividad agraria sostenía la vida de aquellos otros lugares, cómo en realidad las distancias entre esos ámbitos empezaron a crecer a partir de que los burgueses obtenían dinero por su venta y cómo hacían de su burgo un lugar más cómodo, ostentoso, pero al mismo tiempo más sucio y en cierto sentido moral, decadente.
Las grandes ciudades posteriormente eran las que se erigían en torno a la industria, en la que llegar a la fábrica era lo importante para mantener tu trabajo, fábricas echadoras de humo, contaminantes, el glamour de tener dinero y explotar a la gente. Eso, eso es lo que vuelve similares al campo y la ciudad. Que en los dos lugares se explota a la gente, que en ambos se prefiere mantener al que trabaja en la miseria y en la ignorancia. No, no me voy a poner el sombrero de campesino como si fuera una bandera en la cual envolverme. La comunidad rural es menospreciada, sí, pero no es menos un lugar hosco de explotación del que trabaja.  

Desde luego hay un antecedente más antiguo con las “civitas” romanas, esos lugares que funcionaban como centro burocrático del imperio. Es evidente que eso les da notoriedad, y que en efecto hay una depreciación del concepto de lo rural, pero la diferencia claramente no dependía de las actividades económicas, no había aun una revolución ni comercial como en los burgos, ni industrial como en las fábricas ciudades. El campo alimenta, no se puede despreciar en ese sentido, ¿qué tipo de ciudadano menosprecia el campo? Pues un verdadero ignorante, esa caricatura del campirano tímido es impuesta por el citadino granuja. Vaya, creo que los dos somos despreciables pues: rural o citadino no es una condición fundamental. Sí la es explotador y explotado y esa sí hay en todos lados. Es, por decirlo así, más universal.

lunes, 20 de febrero de 2017

Marcha (2)

Apeiron Romero
20 de febrero de 2017
 Va segunda parte de las marchas:

Marchas de la Derecha.
Cuando la república obrera de Paris se independizo de la Francia derrotada por Prusia. La gente “bien” de parís organizó una marcha para pedir el reestableciemiento de condiciones que les permitieran vivir seguros… una marcha pacífica que cuando fue vigilado por la gente organizada de la república obrera, se tornó en una marcha en la que los asistentes “pacíficos” llevaban armas para levantarse en contra de aquellos “nacos” traidores al imperio. Permitir aquella marcha fe apenas un síntoma de los errores cometidos por la “Comuna de París” que a la postre costaron su caída. No puedes confiar en la derecha, a menos que también seas de derecha, porque entre ellos no se hacen tanto daño.
En el 2004, gente bien del México Salió a las calles vestidas de blanco, solicitando el fin de la inseguridad. Una inseguridad que desde luego les afectaba a ellos, ya hace tiempo habían desmantelado al país y la criminalidad fue un recurso común para sobrevivir, ¿qué de raro había entonces en que hubiera inseguridad?  Desde luego era una marcha de la derecha contra un gobierno de derecha, ahí no hubo armas, se lesionan intereses pero no se retiran, ahí no hubo la violencia de las marchas en que los opositores venezolanos mataban a personas de las otras marchas, las de los que respaldaban al gobierno. ¿Quién lo diría? Los críticos de los gorilas comportándose de una manera más baja que cualquier animal (humano o no). Pero no hay motivo de sorpresa. Así es la derecha.
Marcha ilusionadoras
En el año de 1968 la gente creyó que el pueblo manifestado en una marcha podría hacer cambiar las cosas, hacer temblar a los gobiernos de Estados Unidos, al de Francia, a la URSS, al gobierno mexicano. Las manifestaciones pidiendo imposibles pretendiendo ser realistas cambiaron de manera definitiva el curso de la historia, pero desde mi punto de vista no tan generosamente como se ha querido hacer ver. Creer que las cosas cambiarán por marchar, por mostrar músculo, por que vean que estamos unidos y fuertes, es no conocer a los poderosos. Las manifestaciones del 68 fueron buenas fiestas, pero se terminaron y todos regresaron a la casa con resaca, la guerra de Vietnam terminó no por las marchas, sino porque fueron derrotados, incluso o principalmente de una manera moral,  por un país de campesinos, Francia se ablandó, pero no con sus colonias, más bien los manifestantes se reaburguesaron, la URSS igual siguió manteniendo su influencia en Checoslovaquia, y en México el trauma del aplastamiento de la ilusión por parte del Estado continua.
Colofón
Claro que he participado y seguiré participando en marchas, y me seguiré decepcionando de ellas, y veré cuán inútiles son: no logré detener la segunda invasión a Irak por parte de un Bush, no logré demostrar el fraude marca Soriana, no logré cambiar las cosas. Creo que las únicas dos marchas que sirven de algo son las de los seres humanos cuando se organizan para mandar a los gorbernantes a la goma (de las cuales se ven muy pocos ejemplos) y hacer marchar un mundo diferente, y en las que participan bloques negros, que al menos desquitan su coraje contra las pobrecitas empresas como Oxxo, o Coca cola (es lo menos que merecen), y que son una acción política de desacuerdo real. Así que no se me afresen y no me juzguen por decir eso, al menos los anarcos dicen que no quieren que las cosas sean como están siendo.  


Marcha (1)


Apeiron Romero
20 de febrero de 2017
En los siguientes dos filosofemas diré lo que entiendo de las marchas, de las manifestaciones en que los ciudadanos se reúnen para mostrar su fuerza y su unidad.
Val la primera parte:
Marcha exaltadora
Recuerdo que cuando era niño (hace mucho, mucho tiempo) no entendía muy bien por qué el día del trabajo no se trabajaba ¿le dábamos un día de descanso al trabajo? De cualquier forma no dejaba de disfrutar de no ir a la escuela, no pensaba en tareas, ni en trabajos, ni en levantarme temprano, mucho menos iba a ponerme a pensar en los mártires de Chicago. Así que para mí el día del trabajo sólo implicaba la posibilidad de descansar, además, era un día de ver a mi papá. Mi padre trabajaba en una ciudad relativamente cercana al lugar donde vivo, pero el perfil de su trabajo difícilmente le permitía ir a la casa todos los días, de hecho sólo veíamos el fin de semana. Pero el día del trabajo aprovechaba para ir a vernos, sólo que “a veces”. Lo que pasa es que México era otro, el día del trabajo se aprovechaba para celebrar a uno de los factores revolucionarios y progresistas del país: el sector obrero, representado en ese entonces por el casi imbatible, o mejor dicho inevitable Fidel Velázquez. Así que de vez en vez, a mi papá, quien trabajaba en el sector público, le tocaba ir a hacer marcha donde le dijeran para mostrar el músculo de los trabajadores mexicanos. Huelga decir que la marcha no era representativa de un movimiento obrero organizado y con conciencia de clase, era algo que tenías que hacer porque te lo mandaban de tu chamba, era la marcha por exaltar valores que no estaban ahí, por enaltecer la figura de un hombre fuerte, que hace tiempo que ya era pura cascarita.
Marcha chantajista
Otras marchas que también eran muy frecuentes en aquella década de los ochenta, eran las marchas en que asociaciones de aparente y a veces evidente cuño popular, exigían al gobierno por mejores situaciones de vida, por ejemplo: permitirles adueñarse de las calles un día sí y otro también con el fin de tener un lugar donde vender humildemente la mercancía que fue robada hace apenas un par de noches, o que les permitiera seguir viviendo a partir de ayuda gubernamental tan pequeña que no serviría para invertir en nada (ni en poner un negocio, ni un taller, ni sembrar, ni nada parecido), pero que funciona para vivir un mes en lo que les entregaban el dinero del mes siguiente, de esa manera podrían seguir jodidos, pero vivos (a costa del erario que, dicho sea de paso, ya era suficientemente saqueado por los políticos a quienes se hacía el chantaje), también había aquellas marchas en las que los sindicatos más grandes y con líderes más charros, solicitaban mantener y aumentar sus prestaciones.
Sobra decir también que no eran exactamente marchas realizadas por el pueblo organizado, era otro despliegue escénico en el que miserables eran guiados como corderos, por lobos que no se los comerían, sino que seguirían aprovechando su lana por mucho tiempo. Eran lumpen exigiendo que los verdaderos trabajadores los siguieran manteniendo, y pequeñoburguesía subiendo a su ladrillito de poder en el cual su nicho estaba asegurado. Llegado el salinismo este tipo de manifestaciones fueron desapareciendo poco a poco, no por las bondades del sistema, sino porque eran peligrosas para el régimen por varios motivos, uno de ellos era porque el presidente había sido elegido (que no electo) en un proceso sucio por un claro fraude electoral, además de que las protestas afean el paisaje del neoliberalismo en voga y podría mandar un mensaje equivocado a los mercados internacionales. Luego no fue muy distinto, basta recordar aquella marcha de Aguas Blancas en las que un grupo de perredistas (de aquellos perredistas) fueron asesinados por el propio gobierno del Estado de Guerrero.

martes, 14 de febrero de 2017

¡Salud! Hombre

Apeiron Romero
14 de febrero de 2017
El miércoles de la semana pasada escribí el filosofema más reciente, el tema del mismo giraba en torno a la figura de la masculinidad tradicional que tenemos en este país. Me quejaba en específico de la cantina como escenario falso en el cual la hombría podría tener válvulas de escape manteniendo intacta la honra varonil. Pues bien, parece que la crítica me costó cara.
Como si el universo conspirara (como siempre en mi contra), de pronto el espíritu de la masculinidad tradicional mexicana tomó cruda venganza: luego de terminado el filosofema cené deliciosamente en deliciosa compañía, y un escalofrío recorrió mi espalda. No le di importancia, me duché y sentí mucho, mucho frío. Llegué a mi cuarto, me cubrí con una playera, un pants, unos calcetines dos sudaderas, me recosté y aun así el frío me tenía castañeando los dientes un temblando más que cuando veo mi cartera. Definitivamente algo no andaba bien.
Al otro día a pesar de mi insistencia el cuerpo no me respondió, no pude ir a la chamba porque de plano entre el mareo cada que me ponía de pie y el dolor de cabeza cada que respiraba, no había posibilidad de charlar con mis compañeros en una junta que para nosotros resultaba importante. Me caga pedir favores en mi trabajo pero ni modo, el cuerpo había dicho su última palabra: no vas.
Es una gripita nomás, me dije, y sabía que con tecitos y descanso todo estaría mejor. Soy de esas personas que tienen como cualidad saber esperar y la puse en práctica. Pero nada, paso medio día y nada, tardaría más de lo esperado supuse. De pronto oí un a voz que desde lo alto y fuera de mi decaimiento me dijo: Oscar por favor llama al Pablo (mi doctor) y dile que si te puede atender hoy. ¿Qué? Molestar al médico por una gripita, pensé, claro que no, esto lo cura hasta un Dr. Pepper, no, no lo voy a hacer.  Desde luego que no fue lo que respondí, dije algo como: no amor, no es para tanto, seguro con una dormidita más se me quita. Ella tomó mis manos, me miró fijamente a los ojos y tiernamente me dijo: Ni madres, tú siempre minimizas todo, en realidad te ves muy mal y no quiero que empeores, por favor mándale al menos un mensaje y pregúntale qué hora tiene libre. El argumento fue contundente, el Doctor me recibió a las ocho.
Luego de una revisión me informó que tenía una infección, no hay tantos elementos para saber la gravedad, pero sí me vio pálido y le preocupé. Me mandó hacer análisis y me recetó. Lo demás creo que se lo imaginan. Hasta hoy he mejorado pero aun no del todo, puedo trabajar pero con sus reservas. Sin embargo lo que se me develó fue precisamente lo que me dijeron los dos: yo soy un hombre que no fácilmente acepta cuando está enfermo.
El crítico del machismo mexicano es ni más ni menos que uno de sus representantes. No es sencillo para mí aceptar las debilidades de mi sistema inmunológico, el mío debe ser el de un verdadero hombre, a prueba de todo, genéticamente diseñado para comer balas y todavía ponerles chile piquín sin que me pase nada. No puedo permitirme ser un llorón mariquetas que se siente mal, menos ante una familia que va a preocupar si se entera que una minucia me está apretando poquito el zapato, no puedo chillar por un pequeño callo, ¿cómo voy a dejar que Ella piense que no soy un charro negro lo suficientemente fuerte para protegerla? Si me aguanto un poquito y cierro los ojos todo pasará… y ¡madres! No es cierto, soy tan frágil como cualquiera y si cierro los ojos eso no evita que pasen cosas malas, es como cubrirme hasta la cabeza con las sábanas en la cama para evitar que los fantasmas me hagan nada… ¡con unas pinches sábanas!
Eso es parte de mi cultura, de esa que critico pero de la que soy parte, de la que tengo el deber de cambiar, hasta los Conan Bárbaros nos enfermamos. Lo conducente es ir a que alguien que sí sabe te ayude a mejorar y sin problemas. Los hombres, así como las mujeres, tenemos un montón de riesgos que es importante reducir: nos enfermamos más que ellas y morimos en promedio cinco años antes que ellas. Todo esto me pasa precisamente en Febrero, mes de la cultura de la salud del hombre promovido por el issste.

Aun no estoy tan bien, pero no hay de otra, tengo que cuidarme, puedo perder muchas cosas  no quiero: puedo perder mi alegría, mi trabajo, a Ella, lo que hago todos los días y me divierte, vaya, hasta dejé de escribir filosofema. No queda de otra, cuidarme y seguir trabajando.

miércoles, 8 de febrero de 2017

Varonilidad

Apeiron Romero
08 de febrero 2017
Soy un veedor consuetudinario de las películas viejas del cine mexicano. Soy de esas clásicas personas que se saben los diálogos (y los recita) cuando Pedro Infante va y visita el panteón en busca de la tumba de su abuela encarnada por Sara García (advierto: no encarna la tumba, encarna a la abuela… se entiende ¿verdad?), o que canta junto con Jorge Negrete toda la banda sonora original de ¡Ay Jalisco no te rajes! En la que el charro de Guanajuato encarna al ametralladora. Ni modo qué hacer, soy un pelele que le gusta la repetición porque en ella se siente seguro, no hay cambios, no hay nada que impresione, y me sigue gustando. Algo así como ver una y otra y otra y otra vez el Chavo del ocho. Sí, soy como muchos mexicanos.
Por lo anterior quizá también comparto clichés y prejuicios muy variados sobre los cuáles se ha erigido esa cosa que llaman “identidad nacional”. Esto podría ser ampliamente discutido sobre todo si se es quisquilloso, pero para evitarlo concédanme que hay una caricatura que identificamos con lo mexicano y es a esa a la que me refiero. Lo demás de lo dejo al Samuel Ramos, el grupo Hiperión u Octavio Paz, quienes pueden dar mayor luz al respecto.
Yo me concentraré en una válvula de escape en específico: si el hombre mexicano es considerado el prototipo de una persona con imagen varonil (y para muestra está Juan Gabriel), tendremos que aceptar que entonces como ese concepto lo indica es osado, es arriesgado, no tiene tiempo para estar llorando a menos que la situación sea tan grave como la pérdida de una figura materna. Porque eso sí, la figura paterna dolerá, pero en honor a la masculinidad compartida por padre e hijo, el vástago no llora, pero si la que muere es la madre, la partida de la figura materna pone al Hombrazo aquel en contacto con su lado femenino y llorará. Pero repito, los hombres no lloran, esa actitud es femenina y por lo tanto denigrante de la imagen del hombre. Pero ¿qué puede hacer este charro negro por soportar los intensos avatares (¿o abateres? de abatir) de la vida? Tiene al menos dos opciones: tomar con fuerza sus testículos, posteriormente arremangarse y seguir plantando frente a la vida como si fuera un toro de lidia (imagen poética pero falsona porque a un toro lo burlas, a la vida se le enfrenta según la ética hombruna mexicana), o darse un respiro, un pequeño momento, y entrar a una cantina a recibir los consejos del alcohol que todo lo calma: soy tan macho, tan macho que necesito alcohol para llorar.
Pero no todo es tragedia en la masculinidad mexicana (aunque a veces parece que el melodrama de la identidad nacional recurre a este sino terrible constantemente), el muchacho joven y arriesgado también es alegre (como en la canción), la vida se vive intensamente, es para gozarla con mujeres, claro que no sean niñas buenas, o mejor dicho bondadosas, porque buenas… buenas pos sí. Pero me refiero que no deben ser aquellas que compartan las virtudes necesarias en la buena mujer mexicana: la virginidad y la posibilidad de ser una digna madre, total que el mexicano quiere ayuntarse formalmente con la virgen de Guadalupe. Pero repito, aparte de ser un Don Juan burlador, el mexicano recurre… sí, al alcohol para sentirse alegre, y otra vez la cantina es el refugio adecuado para darle escenario a la pasión del hombre prototípico del mexicano.
Yo crecí sabiendo eso, vi muchas veces como la cantina era un lugar en el que yo podría entrar desde pequeño acompañado de un adulto, pero no había mujeres, ni otros menores solos, ni uniformados, ni ensotanados, la cantina antes (es decir antes de esta intensa campaña Pro la liberación de los vicios para las mujeres)  era un espacio masculino. En ellas pasé mis más sórdidas historias, mis peores caídas y mis mejores momentos de autoridiculización que me encumbraron mientras estaba borracho, y me dejaron caer en la soledad de mi cama, porque la orfandad de toda gente es un signo de la cruda, rasgo inequívoco de aquel que no es suficientemente hombre.
He dejado de asistir a ellas y quizá he dejado de ser un poco o mucho ese hombre mexicano. En realidad me di cuenta que los parroquianos que se dan cita en las cantinas no corresponden a esa imagen que he relatado. Son más bien viles, encarnan esas características que deploran por que las consideran femeninas (feministas recalcitrantes noten que dije “las consideran”): el chismorreo digno de los lavaderos antiguos, la lloriqueadera (diferente al llanto hondo y sincero), el refugiarse cobardemente del mundo para apendejarse y figurarse que es distinto, el embrutecimiento acompañado del alcohol y los deportes (el cual comparto pues, no me he deslindado de nada), el colonialismo de pensar que es un espacio de poder del “Señor” tipo Pedro Páramo.  
No, no reniego de ellas, simplemente las dejé de frecuentar. Las disfruto cuando voy con Ella, cuando me acompañan mis amigos (El Doc, Los tomatitos, El borre, hasta una fugaz aparición de J Herbert), pero ahora prefiero que me sean lugares exóticos, no mi ecosistema habitual.

Nota: dice “Varonilidad” porque me parece que su alusión al arrojo y valentía, es más pertienente que “Virilidad” que me suena a simple botana hecha de pene de toro. Gracias por su atención.

Inquisición

Apeiron Romero
08 de febrero de 2017
No importa qué tan ducho seas manejando un arma, siempre tiene un doble filo: uno pa’l enemigo, otro pa’ ti.
Y si queremos ser letales podemos hacer que una herramienta se convierta en un arma. Con el mismo doble filo, pero a final de cuentas un arma. La pregunta es una herramienta que utiliza la filosofía, quizá la más útil. Sin ella las inquietudes que se presentan en nuestro intelecto no podrían ser resueltas, ya que la pregunta es la forma lingüística en la que podemos expresar dicha duda. Imagínense qué pasaría si no hubiera preguntas, si tuviéramos que quedarnos con esa inquietud sin tener la posibilidad de compartirla con alguien que pueda darnos una respuesta o bien, compartir con nosotros esa inquietud con intención de movilizar nuestra razón para encontrar una respuesta, de por sí es difícil establecer relaciones con el otro, más si no hubiese ese puente lingüístico llamado pregunta. Sin lugar a dudas la pregunta es una estupenda herramienta, pero como ya hemos dicho una herramienta también es un arma.
El problema de la pregunta es que siempre requiere una respuesta, es inquirente, incisiva, unas más que otras, pero todas tienen como finalidad ser respondida. Y el problema es que dicha contestación podría no ser solo una, pueden ser varias. Si la pregunta es simple y directa pues podemos transitar fácilmente con ella, dos más dos es un valor equivalente a cuatro, claro eso si el “Gran Hermano” está de acuerdo sino que sean cinco o diez o lo que él quiera. Pero si la pregunta tiene muchas posibilidades resulta más riesgoso, es arriesgarse a dar una opinión, no una respuesta determinante y clara. Desde luego que podemos recurrir al silencio, no hables, no te muevas, no respires, no digas nada de lo que no sabes… el problema es que el silencio puede delatar tus verdaderas creencias. Si te preguntan si tu hermano compró aquella revista pecaminosa que encontraron en el baño ¿qué responder?: sí es de él; no; no sé; de qué pinche revista me hablan; o simplemente dejo que el silencio hable expresando o que es de mi hermano y lo estoy solapando, o que es mía y prefiero evitar la regañada.
La pregunta es un arma porque la bala se llama respuesta. Si la respuesta es mentira te puede ir mal, si la respuesta es verdad… también. Por ejemplo, si la respuesta que das es honesta y cristalina lo correcto es que salgas bien librado, pero no sucede si quien te pregunta tiene ya la respuesta que debes dar en mente: No señor, yo creo en Huitzilopochtli y no en ese Jesús del que habla y que los mando para que creyéramos en él a la fuerza; Sí señor estamos realizando juntas disfrazadas de tertulias para derrocar al gobierno de los gachupines files a Pepe Botella; De hecho no es un monumento a su victoria en forma de caballo, sino un ingenioso engaño para tomar la ciudad quemarla y quedarnos con lo que se nos dé la gana; fíjense que no estoy muy seguro de qué gané, por eso mejor hay que centrarnos en combatir el narco porque necesitamos estar unidos; oh sí, estoy mirando a tu novia y qué, no tengo nada que decirte, ella me gusta y yo a ella también, oh sí y qué (Babasónicos dixit); son ejemplos de respuestas honestas y cristalinas que podrían hacernos tener un resultado nada decoroso.
Sí, la pregunta es peligros si la respuesta es manipulada por enemigos o amigos caprichosos a los cuáles debes responder lo que ellos piensan, no lo que tú consideras. Pero como se dice al principio de este texto, la pregunta, como buen arma, tiene un doble filo, el otro nos beneficia. Si la filosofía ha hecho uso de ella es también porque nos guía, porque nos libera. A Sócrates la preguntadera lo hizo ganarse mala fama, pero también lo hizo librarse de la ignorancia que padecían los aparentemente más sabios, a Freud le permitió develar la utilización de la sexualidad para permitir la represión de la misma, a Nietzsche le permitió ridiculizar las ridículas pretensiones de personas que nos aferran a sus valores porque tienen miedo que al cambiarlos el mundo los deje atrás, a Marx le permite describir cómo los poderosos utilizan todos los medios posibles para mantener a los explotados en esa condición, a la escuela de Frankfurt  le permitió a plantear que frecuentemente los discursos revestidos de Razón son embustes que ocultan la barbarie.

La pregunta compromete, reprime. Pero también libera, expande la mente para poder acercarnos a esa cosa que llamamos verdad. Esto viene a colación porque ayer se conmemoró la instauración de la inquisición en América, y vaya que ha dejado escuela en, por ejemplo, la justicia de este país, pero también porque en los momentos que vivimos ser críticos y preguntarnos si lo que nos dicen es cierto, resulta una necesidad ¿No creen? 

martes, 7 de febrero de 2017

Feita

Apeiron Romero
07 de febrero de 2017
Muchas veces tener fe es una catástrofe. Al final de cuentas tener esperanza frecuentemente nos lleva a una terrible frustración al ver que aquello que deseamos no sucede. Cerrar los ojos bien fuerte para solicitar a Dios o al Universos los favores que necesitamos para que todo salga bien, continuamente se traduce en cerrarlos como cuando esperas el inevitable golpe que inminentemente recibirás.
La fe en un principio era un asunto cuasi filosófico, nunca ha habido mucho de racional en ella, pero creer en algo era una manera de poder explicar, de poder describir cómo se estructura y emerge el mundo a nuestro alrededor. Cuando esa idea, más relacionada con la imaginación que con la razón, es compartida por más gente, entonces podemos decir que compartimos la misma fe, el mismo credo, la misma creencia. Pero hay otras formas de creer, otras formas de ver el mundo, y entonces muchas veces explotan los encontronazos entre distintos tipos de fe. La historia de la humanidad está repleta de guerras entre gente que cree, que tiene fe, en que el mundo se maneja de una u otra manera. Esas guerras, como todas o casi todas, son pura estupidez, miedo a no tener la razón de nuestro lado, pavor de que aquello en que construimos nuestra idea de mundo sea falso. Para muestra, el botón del pánico que causa en algunas personas los que profesan otra fe. Hoy en día hasta una orden para evitar que personas de credo Islámico entren a Estados Unidos se emitió por parte del POTUS (President Of The United States).
Así, aunque la fe sea muchas veces inconveniente, es un mal inevitable, tal y como lo cuenta el mito de Pandora: Después de que por medio de engaños Prometeo regala el fuego a los seres humanos, Zeus, en busca de venganza en contra de la humanidad,  le ordena a Hefesto forjar una mujer que luego serviría de regalo para Epimeteo (hermano de Prometeo). El regalo llevaba, además, una pequeña vasija con una prohibición, nadie debería abrir la vasija. Pandora era curiosa, no pudo resistir las dudas que la asaltaban y abrió finalmente la vasija. En aquella vasija se tenían contenidos todos los males de la humanidad, al dejarlos libres fueron a aquejar a todos los seres humanos. Todos los  males se fueron menos uno que no logró salir: la esperanza.
De ahí que se diga que la esperanza es lo último que se pierde, pero también la idea de que la esperanza, la fe, es un mal. Creer que las cosas se van a solucionar frecuentemente es la cuna de los dolores más infaustos… Sin embargo vale la pena: la fe es también la posibilidad que se nos presenta para poder seguir, sin ella no habría acción posible y nada cambiaría, todo quedaría estático. La fe nos lleva al error pero también al acierto, a la chiripa quizá, pero a fin de cuentas a lograr frecuentemente lo que queremos.
Hoy se cumplen catorce años de la muerte de Augusto Monterroso. Él en una fábula nos cuenta que cuando hay un derrumbe es porque alguien tuvo un pequeño asomo de fe, eso es terrible, pero hermoso a la vez. Hay veces que a uno le dan ganas de ser el tonto que aún cree. Los dejo con la fábula de Monterroso.

La fe y las montañas
Autor: Augusto Monterroso
Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios. Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.


La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio. Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de fe.